Una de las maravillas del mundo debería ser, sin duda, San Juan de Gaztelugatxe.
Quiero pensar que si no lo han declarado así es porque los que otorgan este título aún no lo han visitado.
Los bizkainos conocemos bien este promontorio que se adentra en nuestro mar Cantábrico y somos conscientes de que es un lugar mágico, visitado por miles de turistas al año que llegan hasta aquí movidos por la curiosidad y atraídos por el “boca-oreja”.
Este islote, unido a tierra por un rocoso puente de dos arcos, pertenece a la localidad de Bermeo; a pesar de que, por cercanía a Bakio, pudiera parecer lo contrario.
En lo alto del promontorio se halla la ermita de San Juan de Gaztelugatxe datada en el siglo X que, durante este tiempo, ha sido testigo de muchas peregrinaciones, luchas de piratas e incluso varios incendios.
Un día cualquiera decido acercarme hasta allí. Estaciono el coche en el aparcamiento habilitado para acoger a todos los vehículos que llegan a diario y me dirijo hacia el camino que desciende hasta los famosos 241 escalones excavados en la roca que me llevaran a la cumbre.
Es imprescindible un buen calzado y algo de abrigo para protegerse del viento que suele soplar arriba.
Por el camino me cruzo con muchas personas que, también, han elegido este rincón para disfrutar de una mañana soleada. Me encanta escuchar diferentes idiomas; San Juan de Gaztelugatxe empieza a ser un destino internacional.
Cruzo el puente y, en ese instante, levanto la vista y me digo a mi misma: “Ánimo”
Durante el ascenso me voy encontrando con diferentes estaciones del viacrucis.
Es grande el esfuerzo. Confieso que me detuve al menos tres veces para tomar resuello, pero merece tanto la pena que, al llegar arriba, se olvida el cansancio.
Todos los lugares mágicos se alimentan de leyendas y San Juan de Gaztelugatxe no iba a ser menos. Se cuenta que San Juan llegó hasta aquí en tres zancadas y que, en la tercera, puso su pie en el último escalón donde quedó marcada su huella.
También hay una costumbre que todo el que sube debe cumplir: se trata de tañer tres veces la campana. La tradición asegura que el sonido de la campana espanta a los malos espíritus y, que si pides un deseo, se realizará.
Dentro de la ermita se encuentran varias ofrendas de los marineros que consiguieron sobrevivir a algún naufragio y se lo quieren agradecer al santo.
A pocos metros de la ermita, una construcción ejerce de refugio donde poder comer un bokata o sentarse unos minutos a descansar en caso de que el tiempo sea adverso.
Recomiendo una excursión a este mágico enclave, al menos una vez en la vida. Para los que no puedan realizar el ascenso, siempre les queda la opción de situarse en el mirador de la carretera, desde el que se contempla una preciosa imagen del islote y de la ermita.
Las mejores épocas para la excursión, son sin duda, la primavera y el otoño; ya que no hay aglomeraciones de gente y el tiempo suele ser bastante benevolente.
FOTOS: ANDONI RENTERIA