Las playas Arrietara y Atxabiribil se encuentran en el municipio de Sopelana a dieciocho kilómetros de Bilbao.
Por carretera o en metro siempre es un buen plan acercarse hasta aquí y disfrutar de unas vistas inmejorables al Mar Cantábrico.
Aunque no sea verano siempre se puede ver a alguien paseando por estos arenales, en compañía de sus mascotas o practicando algún deporte.
Las impresionantes olas invitan a adentrarse con una tabla de surf.
Entre las dos playas no hay fronteras, puedes ir paseando a lo largo desde un acantilado a otro.
En un día de invierno la paz es uno de los ingredientes del paseo, solo roto por algún ladrido o la fuerza de las olas al romper en la orilla.
En verano los chiringuitos y las escuelas de surf siempre están muy concurridos.
Desde hace años no se puede acceder a la playa en coche, sino que hay que aparcarlo a unos cien metros en una zona habilitada para ello.
No faltan fuentes y papeleras. Sin embargo, solo hay unos pocos bancos de piedra.
A pocos metros de aquí, Barinatxe, la conocida como playa Salvaje, es un paraíso al que se accede bajando un montón de escaleras o por un camino hacia la zona nudista.
Sin duda, es un buen destino en cualquier época del año.
Una de las maravillas del mundo debería ser, sin duda, San Juan de Gaztelugatxe.
Quiero pensar que si no lo han declarado así es porque los que otorgan este título aún no lo han visitado.
Los bizkainos conocemos bien este promontorio que se adentra en nuestro mar Cantábrico y somos conscientes de que es un lugar mágico, visitado por miles de turistas al año que llegan hasta aquí movidos por la curiosidad y atraídos por el “boca-oreja”.
Este islote, unido a tierra por un rocoso puente de dos arcos, pertenece a la localidad de Bermeo; a pesar de que, por cercanía a Bakio, pudiera parecer lo contrario.
En lo alto del promontorio se halla la ermita de San Juan de Gaztelugatxe datada en el siglo X que, durante este tiempo, ha sido testigo de muchas peregrinaciones, luchas de piratas e incluso varios incendios.
Un día cualquiera decido acercarme hasta allí. Estaciono el coche en el aparcamiento habilitado para acoger a todos los vehículos que llegan a diario y me dirijo hacia el camino que desciende hasta los famosos 241 escalones excavados en la roca que me llevaran a la cumbre.
Es imprescindible un buen calzado y algo de abrigo para protegerse del viento que suele soplar arriba.
Por el camino me cruzo con muchas personas que, también, han elegido este rincón para disfrutar de una mañana soleada. Me encanta escuchar diferentes idiomas; San Juan de Gaztelugatxe empieza a ser un destino internacional.
Cruzo el puente y, en ese instante, levanto la vista y me digo a mi misma: “Ánimo”
Durante el ascenso me voy encontrando con diferentes estaciones del viacrucis.
Es grande el esfuerzo. Confieso que me detuve al menos tres veces para tomar resuello, pero merece tanto la pena que, al llegar arriba, se olvida el cansancio.
Todos los lugares mágicos se alimentan de leyendas y San Juan de Gaztelugatxe no iba a ser menos. Se cuenta que San Juan llegó hasta aquí en tres zancadas y que, en la tercera, puso su pie en el último escalón donde quedó marcada su huella.
También hay una costumbre que todo el que sube debe cumplir: se trata de tañer tres veces la campana. La tradición asegura que el sonido de la campana espanta a los malos espíritus y, que si pides un deseo, se realizará.
Dentro de la ermita se encuentran varias ofrendas de los marineros que consiguieron sobrevivir a algún naufragio y se lo quieren agradecer al santo.
A pocos metros de la ermita, una construcción ejerce de refugio donde poder comer un bokata o sentarse unos minutos a descansar en caso de que el tiempo sea adverso.
Recomiendo una excursión a este mágico enclave, al menos una vez en la vida. Para los que no puedan realizar el ascenso, siempre les queda la opción de situarse en el mirador de la carretera, desde el que se contempla una preciosa imagen del islote y de la ermita.
Las mejores épocas para la excursión, son sin duda, la primavera y el otoño; ya que no hay aglomeraciones de gente y el tiempo suele ser bastante benevolente.
FOTOS: ANDONI RENTERIA
Un pueblo costero cuenta con muchas posibilidades de ser atractivo solo por el simple hecho de que el mar llegue hasta él.
Un pueblo costero es sinónimo de turismo, de paseos, de belleza, de olor a salitre, de paz…
Situado en la comarca de Lea-Artibai, en las laderas de los montes Otoio y Lumentza, Lekeitio puede presumir de ser uno de los pueblos más bonitos de la costa vasca.
Su río Lea desemboca entre las playas Isuntza y Karraspio, frente a su famosa isla de San Nicolás.
Los lujos no tienen por qué ser joyas, buenos coches, casas grandes o viajes a las antípodas. Para mí el lujo es disfrutar bajo el sol de invierno de un paseo por un lugar como este.
Un día de labor cualquiera del mes de diciembre aparqué el coche sin dificultad a pocos metros del paseo.
El oleaje me atrajo como un imán. La espuma blanca rompiendo contra la piedra del muelle es un espectáculo en sí mismo. La isla San Nicolás o isla Garraitz albergó en el siglo XVI una ermita bajo la advocación de este santo y un convento.
Actualmente se encuentra unida a tierra por un dique solo visible con marea baja.
En la foto podéis observarlo detrás de mí.
Mis pasos me condujeron al puerto, donde una gran variedad de pequeñas embarcaciones parecían estar esperando a que su patrón las sacara a la mar. Todas listas, limpias y en perfecto estado junto a varios barcos más grandes pintados con los colores de nuestra bandera.
La flota pesquera no es lo que era hace años, pero no deja de ofrecer su encanto a todos los que acudimos al pueblo.
La gran plaza, en ese momento, estaba muy animada con los vecinos que habían salido buscando un rayo de sol y una buena charla.
Recorrer sus calles empedradas admirando la belleza de sus fachadas es otro de los lujos de los que os hablaba antes.
En una esquina de la plaza, la basílica de la Asunción de Nuestra Señora, construida en el siglo XV de estilo gótico tardío vasco en el lugar que ocupó otro templo religioso. Es una basílica aunque parezca una catedral con sus arbotantes, gárgolas y contrafuertes.
Entre calles me encuentro verdaderas maravillas como estas dos fuentes del año 1888, casas torres señoriales con sus blasones, la torre Turpin, una de las más antiguas mejor conservadas, o, algo tan original, como un huerto urbano en medio de altos edificios.
Sigo caminando y de frente aparece un humilladero; un lugar de recogimiento que, en otro tiempo, la gente visitaba con asiduidad para rezar unas oraciones.
La iglesia San José es un edificio de estilo barroco construido en el siglo XVII en pleno casco histórico del pueblo. Su interior, a esas horas vacío, está muy iluminado con luz natural que penetra por sus vidrieras.
El retablo barroco es una pieza singular de este templo, debido a sus dimensiones y elementos de creación.
Antes de montar de nuevo en el coche, cruzo unas palabras con algunos de los vecinos que me sonríen y amablemente contestan a mis preguntas sobre las tradiciones del pueblo. Me aconsejan volver para las fiestas de San Antolín en septiembre o en junio para San Pedro y poder ver así la emblemática danza de la KAXARRANKA.
Monto de nuevo en el coche y me dirijo al faro de Santa Catalina a unos tres kilómetros del centro del pueblo.
Este faro, hoy en día, cumple dos funciones. Una la de guiar con su gran linterna a las embarcaciones que se acercan a la costa y otra como centro de interpretación.
Estas instalaciones, que datan de 1862, han sido remodeladas para ofrecer visitas guiadas en las que se muestra cómo era la vida en el mar, cómo se quedaban las mujeres en tierra realizando tareas de reparación de redes o cómo en noches de tormenta el farero era el encargado de que aquellas txalupas regresaran en buenas condiciones al pueblo.
Ha sido una mañana estupenda, he aprendido y disfrutado mucho, solo me resta buscar un restaurante donde me sirvan un sabroso pescado. Aquí no me costará encontrarlo.
FOTOS: ANDONI RENTERIA