Un convento suele ser lugar de recogimiento, de sosiego, de paz…pero, a veces, alguien irrumpe en ellos causando innumerables destrozos, miedo, dolor e incertidumbre. Algo así debieron sentir las religiosas del convento de la Concepción situado en una colina cercana al actual barrio de Miribilla el 20 de julio de 1936, cuando una compañía de guardias de asalto acompañados de varias mujeres mal vestidas, exigieron entrar en el recinto con la excusa de registrar las dependencias de las monjas. Al abrirles la puerta entraron con muy malos modales y, aunque les garantizaron que no les harían daño, el terror paralizó a aquellas hijas de Dios que no estaban habituadas a los gritos y, mucho menos, a los cacheos a los que fueron sometidas sin ningún miramiento.
Algunos de aquellos hombres se dedicaron a destrozar todo lo que encontraban a su paso. Fuera de los muros se escuchaban voces de más de dos mil personas que proferían gritos en contra de las moradoras del convento.
Los guardias les aseguraron que todo aquel jaleo era motivado por la búsqueda de unos francotiradores que habían disparado desde una de las ventanas causando un muerto y dos heridos. Aquello, en realidad, era una escusa y las monjas completamente asustadas no pudieron más que resignarse. Todas, menos una: Sor María Begoña de Urresti, la Abadesa del convento que puso a buen recaudo el Santísimo Sacramento con el que el resto de monjas comulgaron mientras imploraban ayuda a Dios.
Los asaltantes las obligaron a salir y dirigirse al huerto mientras incendiaban el complejo religioso; constatando, de esta manera, que se trataba de un acto vandálico orquestado por los llamados “rojos”. Para agravar la situación, caótica de por sí, muchos de los ciudadanos desde fuera de los muros gritaban exigiendo quemar vivas a las religiosas. Al oír esas consignas, las atemorizadas monjas consiguieron abrir un agujero en el muro de la huerta y escapar por ahí. Afortunadamente, hubo vecinos que pudieron socorrerlas.
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