INCENDIO EN EL CONVENTO DE LA CONCEPCIÓN

Un convento suele ser lugar de recogimiento, de sosiego, de paz…pero, a veces, alguien irrumpe en ellos causando innumerables destrozos, miedo, dolor e incertidumbre. Algo así debieron sentir las religiosas del convento de la Concepción situado en una colina cercana al actual barrio de Miribilla el 20 de julio de 1936, cuando una compañía de guardias de asalto acompañados de varias mujeres mal vestidas, exigieron entrar en el recinto con la excusa de registrar las dependencias de las monjas. Al abrirles la puerta entraron con muy malos modales y, aunque les garantizaron que no les harían daño, el terror paralizó a aquellas hijas de Dios que no estaban habituadas a los gritos y, mucho menos, a los cacheos a los que fueron sometidas sin ningún miramiento.

Algunos de aquellos hombres se dedicaron a destrozar todo lo que encontraban a su paso. Fuera de los muros se escuchaban voces de más de dos mil personas que proferían gritos en contra de las moradoras del convento.

Los guardias les aseguraron que todo aquel jaleo era motivado por la búsqueda de unos francotiradores que habían disparado desde una de las ventanas causando un muerto y dos heridos.  Aquello, en realidad, era una escusa y las monjas completamente asustadas no pudieron más que resignarse. Todas, menos una: Sor María Begoña de Urresti, la Abadesa del convento que puso a buen recaudo el Santísimo Sacramento con el que el resto de monjas comulgaron mientras imploraban ayuda a Dios.

Los asaltantes las obligaron a salir y dirigirse al huerto mientras incendiaban el complejo religioso; constatando, de esta manera, que se trataba de un acto vandálico orquestado por los llamados “rojos”. Para agravar la situación, caótica de por sí, muchos de los ciudadanos desde fuera de los muros gritaban exigiendo quemar vivas a las religiosas. Al oír esas consignas, las atemorizadas monjas  consiguieron abrir un agujero en el muro de la huerta y escapar por ahí. Afortunadamente, hubo vecinos que pudieron socorrerlas.

FOTO: INTERNET

LA CAMPA DE LOS INGLESES

El terreno que hoy ocupa el moderno Museo Guggenheim y sus alrededores fue, desde el siglo XVII hasta 1908, un cementerio británico donde enterraban a los súbditos ingleses que recalaban en Bilbao y en diferentes pueblos de Bizkaia para trabajar en sus minas de hierro; así como a los soldados británicos caídos en las distintas contiendas en las que participó la Commonwealth. La zona era conocida como Campa de los Ingleses o Isla de los Siete Árboles por los siete robles que rodeaban el camposanto.
Pero, esta campa al lado de la ría, no solo fue testigo de enterramientos, sino que sirvió también como eventual pista de aterrizaje. Pero, sobre todo, se utilizó como lugar improvisado para practicar un deporte habitual en suelo inglés, pero que los bilbaínos desconocían entonces: el fútbol. Aquellos británicos, en sus ratos libres después del duro trabajo, enseñaron a jugar a todo el que se acercaba a este inusual terreno de juego. Poco a poco, los jóvenes autóctonos, fueron aficionándose tanto que, ejerciendo la tan conocida fama de fanfarrones de los bilbaínos, decidieron retar a sus maestros disputando un partido y demostrar, así, todo lo aprendido.
El día elegido fue el 4 de mayo de 1894. Aquella fue una jornada histórica para los incipientes aficionados al deporte rey, ya que se disputó el que sería el primer partido de fútbol en Bizkaia. Los ingleses se erigieron vencedores con cinco goles a su favor y, para consolar a los valientes bilbaínos, les invitaron a una opípara comida a base de pollo asado.
Una empresa maderera, una terminal de contenedores e, incluso, varias chabolas tuvieron su espacio en La Campa de los Ingleses. Pero, poco a poco, desaparecieron para dar paso a uno de los mejores y más frecuentados paseos de la villa: el Paseo de Abandoibarra.
El 29 de abril de 2011, el Consistorio Bilbaíno y el Athletic Club, colocaron en el suelo una placa conmemorativa recordando el origen del fútbol en este histórico lugar.

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FOTO ANDONI RENTERIA

EL ROBLE DE ARBIETO

Hace doscientos años, los bilbaínos que buscaban disfrutar de la naturaleza se acercaban a la república o anteiglesia de Abando, a la zona donde actualmente se encuentran las calles Diputación, Gardoki o Astarloa, a sentarse sobre la hierba de alguna de sus campas bajo la sombra de sus numerosos árboles, mientras degustaban sabrosas tortillas, deliciosos embutidos y fresco txakolí. Así transcurrían las tardes de asueto con un espectador grande y silencioso que pasó a la historia bilbaína como el Árbol gordo o roble de Arbieto, tomando el nombre de la casa torre cercana a él.
Se cree que su origen se debe a las dos hileras de robles que fueron plantados cuando se construyó la iglesia San Vicente Mártir en Albia, para embellecer el camino y facilitar la sombra a todo aquel que se acercara hasta el templo religioso. Bajo sus ramas se organizaban reuniones vecinales en las que se dirimían diferentes cuestiones relativas a la convivencia. Fue testigo de encarnizadas luchas, diana de balas perdidas en algunas de las guerras carlistas y víctima de un fuego provocado por un grupo de mozalbetes, que casi termina con su existencia.

Afortunadamente, eran muchos los que cuidaban y amaban al roble Arbieto, como el escritor costumbrista, Antonio Trueba, que escribía sus cuentos bajo su protección.
En el invierno de 1881, con setecientos años de vida, comenzaba a estar muy deteriorado; por lo que el consistorio bilbaíno decidió que lo adecuado era talarlo y dejar paso al progreso. En su lugar, se barajó la idea de plantar un retoño. Finalmente, se instaló un largo y delgado farol alimentado con gas, que proyectaba una tenue luz de noche y de día. Con su tronco hubo quien propuso tallar un banco para las autoridades, pero la idea tampoco prosperó.

Esta es la historia del Árbol Gordo o roble de Arbieto. Pero, en nuestra villa, existieron más árboles famosos y queridos como el Tilo del Arenal, las palmeras de la Plaza Nueva o el encino de la Salve. Todos, ya desaparecidos del escenario bilbaíno, se mantienen en la memoria, en los textos y en el corazón de todos.

FOTO DEL BLOG DE CÉSAR ESTORNES