HOTEL TÉRMINUS

En Bilbao, a finales del siglo XIX, se iniciaba la revolución industrial, el desarrollo económico; pero manteniendo las tradiciones, la hospitalidad y el buen trato con todos aquellos que llegaban a la villa. Muchos eran los establecimientos de comidas  o de hospedaje donde se alojaban los visitantes. Sin embargo, se hacía necesario un hotel elegante y acorde a los nuevos tiempos que vivía nuestra villa.

Pedro Echevarría Goiri, abogado de Balmaseda que había acumulado una fortuna con los pleitos entre industriales y mineros, decidió comprar unos terrenos en el centro de la villa bilbaína, en la plaza de la Estación, con la idea de edificar un lujoso hotel. El proyecto lo encargó a uno de los más renombrados arquitectos de la época: Severino de Achúcarro. El abogado, que apostaba por la modernidad y la exclusividad al estilo europeo, bautizó el establecimiento como HOTEL TÉRMINUS, haciendo referencia al hecho de ser el lugar donde los viajeros terminaban su trayecto.

Las noticias en prensa elogiaban sin pudor aquel elegante y distinguido edificio, realizado con materiales de primera calidad y perfectamente integrado en el entorno, que disponía de ciento dos habitaciones dotadas de refinado mobiliario para mayor confort de los clientes. Tampoco faltaban otros lujos como un ascensor o el menaje de cocina traído desde París. Pero, si hubo algo que destacaba sobremanera, era la pasarela que el arquitecto bilbaíno diseñó para conectar el hotel con la cercana Estación del Norte; facilitando, así, el acceso a los pasajeros.

El 1 de julio de 1893 se procedió a la inauguración con grandes fastos, pero con la tristeza de que el promotor y dueño, el señor Echevarria, había fallecido; por lo que la viuda y propietaria del establecimiento hotelero se vio en la necesidad de arrendarlo a los señores Vitoria.

Desafortunadamente, aquel ambicioso proyecto no dio los frutos que esperaban, ya que la afluencia de huéspedes no fue tan numerosa como habían imaginado. Y para sumar infortunios, en octubre de 1896 un vagón del tren procedente de Orduña salió despedido por la pasarela que unía el hotel con la estación, impulsado por el choque  de un tren cargado de mineral que no se detuvo a tiempo. No hubo víctimas personales, pero el desastre fue tan grande que, ese hecho, inició el declive del lujoso hotel.

Años después fue sede de la Compañía de Seguros Aurora; posteriormente se convirtió en sede de una entidad bancaria y, actualmente, acoge dependencias municipales y la oficina principal de Turismo de Bilbao.

 

FOTOS: ANDONI RENTERIA

 

 

INCENDIO EN EL CONVENTO DE LA CONCEPCIÓN

Un convento suele ser lugar de recogimiento, de sosiego, de paz…pero, a veces, alguien irrumpe en ellos causando innumerables destrozos, miedo, dolor e incertidumbre. Algo así debieron sentir las religiosas del convento de la Concepción situado en una colina cercana al actual barrio de Miribilla el 20 de julio de 1936, cuando una compañía de guardias de asalto acompañados de varias mujeres mal vestidas, exigieron entrar en el recinto con la excusa de registrar las dependencias de las monjas. Al abrirles la puerta entraron con muy malos modales y, aunque les garantizaron que no les harían daño, el terror paralizó a aquellas hijas de Dios que no estaban habituadas a los gritos y, mucho menos, a los cacheos a los que fueron sometidas sin ningún miramiento.

Algunos de aquellos hombres se dedicaron a destrozar todo lo que encontraban a su paso. Fuera de los muros se escuchaban voces de más de dos mil personas que proferían gritos en contra de las moradoras del convento.

Los guardias les aseguraron que todo aquel jaleo era motivado por la búsqueda de unos francotiradores que habían disparado desde una de las ventanas causando un muerto y dos heridos.  Aquello, en realidad, era una escusa y las monjas completamente asustadas no pudieron más que resignarse. Todas, menos una: Sor María Begoña de Urresti, la Abadesa del convento que puso a buen recaudo el Santísimo Sacramento con el que el resto de monjas comulgaron mientras imploraban ayuda a Dios.

Los asaltantes las obligaron a salir y dirigirse al huerto mientras incendiaban el complejo religioso; constatando, de esta manera, que se trataba de un acto vandálico orquestado por los llamados “rojos”. Para agravar la situación, caótica de por sí, muchos de los ciudadanos desde fuera de los muros gritaban exigiendo quemar vivas a las religiosas. Al oír esas consignas, las atemorizadas monjas  consiguieron abrir un agujero en el muro de la huerta y escapar por ahí. Afortunadamente, hubo vecinos que pudieron socorrerlas.

FOTO: INTERNET

HOSPITAL SAN LUIS

En la céntrica calle Padre Lojendio existe un edificio anexo a la iglesia de la Residencia de los Jesuitas, donde se ubicó desde septiembre de 1936 hasta junio de 1937 el Hospital de San Luis, un hospital de guerra que contaba con 150 camas. Al ser expulsados los Jesuitas por el Gobierno de la República perdieron muchas de sus propiedades, no así las que figuraban a nombre de sociedades particulares como es el caso de este edificio.
Tres médicos: Valentín García de Cortázar, Nicolás Landa y José María Gondra se encargaron de crear este hospital al que se incorporaron, también, un grupo de enfermeras tituladas. Las instalaciones contaban con un quirófano, un laboratorio, una sala de curas y un aparato de rayos x, entre otras modernidades. El hospital recibió ayudas económicas de la Jefatura de Sanidad Militar para contratar más personal sanitario; así como para otros servicios como ropa, cocina o farmacia. Cada uno de los médicos percibía un salario de 625 pesetas al mes, incluido el director Gondra. Los practicantes cobraban 400 pesetas y las enfermeras 300.

Durante los primeros cinco meses se ingresaron a 902 pacientes, la mayoría por heridas de balas. Solo cuatro fallecieron. Casi tres mil soldados fueron atendidos sin que sus heridas fuesen tan graves como para ser hospitalizados. También se contabilizaron enfermos con infecciones estomacales y del aparato respiratorio. Incluso hubo 37 jóvenes que utilizaron la picaresca para alegar una enfermedad y eludir, así, la incorporación al ejército.
A partir de abril de 1937 la actividad fue frenética en el hospital San Luis; tuvieron que atender a civiles que habían sido víctimas de bombardeos. Algunos se alojaron aquí tumbados en colchones en el suelo. Otros, fueron trasladados a diferentes centros hospitalarios. En el mes de junio se incrementó el número de heridos pero, afortunadamente, también aumentó el número de sanitarios.
A pocos días de que el ejército franquista entrara en Bilbao, el personal médico decidió no abandonar el hospital y cuidar a sus pacientes. Eso sí, hubo una guarnición que se quedó para protegerles. Llegó el 19 de junio, cuando las tropas de Franco pisaron suelo bilbaíno. Al día siguiente se hicieron con el hospital y lo clausuraron.

(FOTO ANDONI RENTERIA)