LOS PRIMEROS HABITANTES DE BILBAO

Para hablar de los primeros “bilbaínos” nos tenemos que remontar al 3000 a. C., al final del Neolítico; cuando entre los montes Avril y Ganguren, donde actualmente podemos disfrutar de un área recreativa, hubo unos asentamientos formados por varias cabañas circulares de madera cubiertas con fibras vegetales y pieles. En 1966 se descubrieron en la zona dos dólmenes. Sin embargo, tuvieron que pasar veinte años hasta que comenzaron las excavaciones, donde se hallaron diversos objetos como: puntas de flecha, raspadores, un hacha y varias cuentas de un collar.
Al otro lado de la ciudad, frente a este lugar y a 261 metros de altitud, hubo otro hallazgo importante: el Castro de Malmasín. Todo aquel que alcance la cumbre de este monte observará un amontonamiento de piedras de lo que fue una muralla levantada para proteger las viviendas de aquellos hombres y mujeres que habitaron este lugar en el siglo III antes de Cristo. También quedan restos de un molino y de algunas estelas funerarias en la ermita de San Martin de Finaga en Basauri, muy cerca de este punto, que hacen pensar en la existencia de una necrópolis.

Poco se sabe de aquella época; es muy posible que aquel castro fuera abandonado con la llegada de la Influencia Romana ocurrida entre los siglos I y II. Aquellos romanos se instalaron en la villa y construyeron sus hogares más cerca de la ría para tener controlado el comercio hasta el mar e, incluso, mostraron interés por el negocio del hierro.
Entre los objetos que testimonian su presencia se encontraron varios lucernarios de cerámica en un edificio de la calle Ribera en el Casco Viejo; así como unas cuantas monedas extraídas en alguna de las habituales operaciones de dragado de la ría.
A partir del siglo III, un cambio en la situación económica repercutió en el comercio, afectando de tal manera a la vida de aquellos habitantes de la futura villa de Bilbao que fueron poco a poco desapareciendo, como así se constata con la no aparición de más objetos o monedas.

FOTO ANDONI RENTERIA

LA SEGURIDAD EN LA VILLA

En cualquier ciudad, la tranquilidad y protección de sus habitantes son fundamentales para una buena convivencia; así lo pensaron también las autoridades de los siglos XVI y XVII cuando decidieron controlar la seguridad de nuestra villa.

Para ello se crearon varios puestos de “Cabo de calle”, encargados de conservar el orden de la villa tanto en seguridad como en higiene y en el mantenimiento de los edificios. Estos cabos eran respetados por toda la ciudadanía que acataba sin protestar lo que les indicaban. Para apoyar a estos profesionales en caso de necesidad, se creó la figura de “cuadrilleros”, contratados para vigilar que, durante las noches de viento, los vecinos fueran cuidadosos con la lumbre de los hogares con el fin de evitar incendios.
Cada día, a las 8 de la noche, las campanas de la Catedral de Santiago tañían marcando el toque de queda. En ese momento, las puertas de la villa se cerraban y se prohibía la entrada o la salida a sus habitantes o foráneos. El Alcalde era quien realizaba la primera ronda hasta la medianoche siendo sustituido por el preboste mayor de la villa. Se había establecido como norma que todo aquel que por la noche portara armas tales como: espadas, palos o cuchillos debería abonar una multa de hasta cinco mil maravedíes y, además, sería desterrado. Si alguno osaba meterse en peleas debía saber que le podría costar unos seiscientos maravedíes. Eso incluía bofetones o, en el caso de las mujeres, tirones de pelo, insultos o que se pusiera en entredicho sus bondades como madres. Estas eran las cantidades si no había sangre. En cambio, si alguno de los enzarzados en la pelea sangraba, la multa subía a setecientos cincuenta maravedíes.

No obstante, había dos delitos muchos más graves: mencionar a Dios en términos poco respetuosos o acudir a misa sin camisa. Aquellos eran castigados, incluso, con la cárcel. La blasfemia no se toleraba bajo ningún concepto y el delincuente era sometido a escarnio público; además de mantenerlo una temporada en prisión. Los robos por el día se penaban con quinientos maravedíes frente a los cien azotes si el delito se perpetraba por la noche.
A pesar de todas estas sanciones, los malhechores proliferaban en la villa de Bilbao. El trabajo se les acumulaba a los cabos de calle y la cárcel de Portal de Zamudio comenzó a quedarse vieja y pequeña, por lo que hubo de construirse otra en la calle Urazurrutia en el año 1683, donde fueron trasladados todos los presos.

 

FOTO EN BLANCO Y NEGRO: AUÑAMENDI EUSKO ENTZIKLOPEDIA

FOTO EN COLOR: LÁMINA DE FRANZ HOGENGBER DE 1575

ALCAZABA Y RIMBOMBÍN, TEMPLOS DEL BUEN COMER

En Bilbao, el comer es casi una religión y nunca han faltado establecimientos donde sirvieran deliciosas viandas y buenos caldos.
La familia Jaureguizar, muy conocida en el mundo hostelero, fue quien inauguró el Restaurante Alcazaba en la calle Hurtado de Amézaga en 1921. Este lugar de culto para clientes con estómagos agradecidos lo atendía el matrimonio, sus cuatros hijos y un cocinero catalán con amplia experiencia adquirida en un hotel de lujo en Suiza. El local estaba dividido en dos pisos: el de abajo para la marisquería y el de arriba para el restaurante.
Su extensa carta de platos típicamente bilbaínos contaba con tres especialidades: el jamón, el marisco y la caza. De los vinos y licores se encargaba Andere, una de las hijas que, a pesar de que nunca los probaba, era capaz de distinguirlos por el olfato. Andere era una joven rubia y pizpireta que impresionaba a los clientes con su belleza. El artista Ignacio Zuloaga, asiduo al restaurante, la esculpió en dos ocasiones; mientras que el compositor y escritor Félix Garci-Arcelus, apodado Klin-Klon, le dedicó su conocido zortziko “El roble y el ombú”.
Mucha y diversa gente de la sociedad bilbaína frecuentaba su comedor como el político socialista Indalecio Prieto, quien solía reunirse con el arquitecto municipal Ricardo Bastida y, mientras daban buena cuenta de los suculentos platos, realizaban bosquejos de infraestructuras que, con el paso de los años, llegaron a ser una realidad.

En esta misma calle, en el número 48, Teodoro García fundó un negocio en el año 1931 donde, además de tomar buen café, se jugaba al billar o al futbolín. Veinte años más tarde y debido a la fama que fue adquiriendo, Teodoro lo transformó en restaurante. Para ello sustituyó algunos billares por mesas de comedor y fue así cómo el Rimbombín, especializado en mariscos y pescados del Cantábrico, llegó a ser muy popular en la villa.
En el año 2006, este prestigioso restaurante fue distinguido con el título de Ilustre de Bilbao que otorga el Ayuntamiento de la villa como reconocimiento a su larga trayectoria y al buen trato que siempre ha dado a los bilbainos y bilbainas. Al igual que el Alcazaba, este templo gastronómico fue punto de encuentro de personalidades del mundo de la cultura, la política, el espectáculo o los toros.

Desgraciadamente, el pasado diciembre cerró sus puertas debido a la situación de pandemia en la que nos encontramos y con su cese se va otro reputado negocio bilbaino.

La foto la he tomado de su propia web.